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Plebiscito en Venezuela: sentencia de modernidad

La democracia estimula 

El dieciséis de julio de 2017 elegir se convirtió en movimiento, me estremecí. La organización de elecciones populares esculcó en el sentido etimológico del adjetivo, el pueblo venezolano recordó la democracia. Venezuela tuvo su fiesta de Andes caribeños y yo participé en Mérida, exactamente en la urbanización Humboldt de la parroquia Caracciolo Parra. La organización estuvo coordinada a nivel nacional por la MUD (Mesa de la Unidad Democrática), organismo independiente que incluye los dirigentes de los partidos políticos opuestos al régimen chavista de Nicolás Maduro. Con pautas generales, los detalles estuvieron a cargo de los miembros de las comunidades. En la Humboldt, se establecieron comisiones encargadas de aspectos básicos como papelería, logística, seguridad, este último incluía un área de escape de violencia para los  organizadores, principalmente, para los miembros de mesa electoral, las únicas urnas que procurábamos ese día eran las de votación. Pero, ¿de quiénes huir? De los motorizados paramilitares conocidos en Mérida como tupamaros o como los llama el presidente en todo el país: “colectivos de la paz” cuya logística particular para ese día incluía rondar armados los centros de votación o puntos soberanos como fueron llamados por la MUD. En Los Teques, centro del país, se les atribuyó el  asesinato a tres personas mientras otras se resguardaron dentro de una iglesia como si un dogma pudiera protegerlos de otro. Y así fue.

De lo lícito a lo ilegítimo

El Estado venezolano ha sabido desbordarse en el ejercicio del monopolio de la violencia hasta la ilegitimidad. No obstante, un rechazo casi total de la población no ha podido desactivar ese monopolio. Las razones pueden ser infinitas, como un gran ecosistema del mal donde conviven la corrupción, las falsas alianzas, la manipulación, el chantaje, la lealtad hacia la criminalidad. Mucha gente, desde su propio punto de referencia: la compasión, se pregunta si acaso la culpa no atormenta un régimen que gobierna entre muertos, pero la culpa cristiana poco le importa al Derecho, a la pura vigencia de la ley. La tendencia, desde el gobierno de Hugo Chávez hasta el actual de Nicolás Maduro, por intervenir las leyes va desde la Constitución de 1999, pasando por una propuesta  de constituyente rechazada popularmente en 2007 y un gran número de decretos anuales terminan en una nueva propuesta de Constituyente en 2017 instalada en un espacio no oficial con una sospechosa consulta popular que promovió el escándalo internacional de fraude, una ruptura legítima y legal que el participativo plebiscito dejó en evidencia.

Levantarme a las cinco de la mañana el domingo dieciséis de julio fue todo un reto de convicción. Creer a veces se nos resiste, sobre todo en esa oscuridad matutina donde las cosas están bajo un encantamiento que esa noche, previa al plebiscito, los vecinos chavistas decidieron confirmar con una fiesta de socarronería delirante, Uno de ellos, José, de veinticuatro años, creció bajo este régimen  bien valorado por su familia de comerciantes (clase social no obrera). Hacía alarde de la primavera líquida chavista que facilitó créditos y misiones a quienes pudieran confundirse cada tanto con el concepto de ética o dignidad, algo que él tiene muy claro como abogado de la república bolivariana. Abono para  el entusiasmo autoritario de los dirigentes oficiales y sus seguidores. En mis dieciochos años de convivencia chavista descubrí que la cotidianidad compartida produce una rutina donde la amenaza es repetición, la perversión del continuo shock como experiencia: un motorizado de civil, un policía o un uniforme verde, por ejemplo. Durante el 2017 han logrado violentar venezolanos en función de la “paz”. ¿Por qué sospechar de un civil o un uniforme? Porque no participa de una cotidianidad que nos produce experiencia. Porque estamos en excepción.

Emoticón electoral

Votar era riesgoso. Significaba confrontar el gobierno y toda su maquinaria represiva, al mismo tiempo la dignidad gobernaba. Ese domingo llegué al punto soberano a las seis de la mañana, a esa hora la fila la formaban, apróximadamente, doscientas personas. Mi primera actividad como miembro de la comisión de logística fue controlar que el canal de salida para quienes ya habían votado no se convirtiera en canal de ingreso. De ese modo, se mantenía el orden y se alertaba de cualquier peligro. Dos horas después de haberse instaurado las mesas con la exhibición al público de las cajas vacías antes de sellarlas y de entonar el himno nacional con el que vi rodar muchas lágrimas ajenas, me dirigí a la fila de la tercera edad y discapacitados. Eran cuatro las mesas dispuestas para recibirlos: 10, 11, 12 y 13. La mesa 13 se ubicó de tal manera que las sillas de ruedas, camillas o muletas trasladaran con mayor comodidad. No hubo discapacidad.

Las mesas estuvieron abiertas hasta las seis de la tarde y la afluencia de votantes fue masiva hasta la cercanía de las cuatro de la tarde. En adelante, se acercaban de manera individual las personas que por el trabajo, el cansancio o la misantropía no pudieron hacerlo al comienzo del día rodeados de gente dentro y fuera del punto de votación. Aun cuando en otras partes de la ciudad los “colectivos de la paz” amedrentaban, en la Humboldt no atacaron gracias a las personas que después de votar fungían en la calle como escudo de protección a los cinco mil quinientos setenta y seis votos que resultaron de la jornada electoral.

Disfruté el contacto humano. Votar fue más que un ejercicio ciudadano opcional. El domingo dieciséis de julio de 2017 la atmósfera era de solidaridad y alegría. Hubo selfis, fotos en familia, quienes cantaron y bailaron, por unos segundos yo fui una de esas, otros aplaudían, pero los mejores gestos estaban en la fila de la tercera edad. No solo porque con todo lo señora que soy me llamaron “niña”, sino porque sin impostación, nos decían “gracias” a los voluntarios agregando a su larga experiencia política como ciudadanos un recuerdo emotivo genuino.

En la fila, un señor de noventa y cuatro años me tomó del brazo sonriendo, dijo: “Adivine qué edad tengo”, desde mis prejuicios no sabía responder. Me arriesgué y dije: “setentainueve”, me parecía de ochenta, sonrió con todos sus dientes confesando sus cumpleaños con una hija orgullosa al lado que confirmaba asintiendo con la cabeza. Se ufanaba de poder contribuir con su voto y me abrazó para despedirse como el abuelo de ciencia ficción que merezco. Sesenta minutos más tarde una pareja esperaba su turno para votar y en clave de desahogo declaraban los hijos que se fueron. Como ellos, muchos ancianos me hablaban con cierta esperanza para hacerme trinchera sin aspavientos. Todos agradecían el voluntariado en el que muchos participamos como parte de la organización del plebiscito. Hablar en plural era el registro lingüístico: «Estamos cansados», «Vamos a salir de esto», «Somos más los venezolanos buenos». La conciencia de que el cuidado de sí implica a los otros. La voluntad individual por participar en el plebiscito despertaba la agradable sospecha del apoyo colectivo.

Durante todo el día pensé dos cosas: debía escribir esa experiencia y en el Derecho romano arcaico. Cuando un ciudadano cometía un delito de ofensa excesiva quedaba designado como un homo sacer, un hombre sagrado cuyo delito no estaba a disposición de ser juzgado por la ley divina ni la ley humana, por tanto, cualquiera podía darle muerte sin convertirse en un homicida ni cometer sacrilegio. Era fácil ver las teorías agambenianas en toda esa gente que votando se resistía a ser los homosáceres que cualquiera, asumiéndose soberano, pudiese maltratar o matar. La ratificación de la dignidad.

Regreso al down

Sin embargo, días después del plebiscito, la incertidumbre y el escepticismo de muchos quienes creían que el camino terminaba con las elecciones de ese domingo, se negaban a participar en otro evento democrático necesario en el país: las elecciones regionales de gobernadores. Pensando desde la trinchera me convertí en la señora que envía cadenas por WhatsAap con lo siguiente:

Escriben algunos en redes que la gente no murió en protesta para elecciones regionales y es tan cierto como que tampoco deben morir más. Escribió, Walter Benjamin, no en redes, que “La imagen verdadera de pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludida en ella”. Si hay una imagen verdadera del pasado en Venezuela es esa del 2005 cuando la abstención opositora facilitó  una Asamblea rojarrojita, un pasado que de no tomarse en cuenta arrasará este presente como continuamente lo hace en este país de pasiones bravías que subestima la reflexión que deviene soluciones con democracia, pero, cómo culpar a los escépticos con tantos años de dictadura, es la única referencia política a la que nos han querido someter. Por esa misma razón, por esa aversión a la democracia del chavismo es que una de las opciones que no puede subestimarse es la de las elecciones regionales, ¿que el CNE es fraudulento? Es cierto, ahí estuvieron las máquinas para demostrarlo el treinta de julio de 2017, solas, sin observadores de oposición porque la soga tenía que colgársela el régimen sin ayuda. Como muchos de ustedes, también he llorado la guirnalda de muertos diseñada por este gobierno, pero creo que es posible apostar por otras opciones que no signifiquen ofrecer más chamos en sacrificio, que no parezca que instrumentalizamos los muertos para llamar la atención de los medios internacionales porque al final del día la lucha es por la democracia, ¿por qué no ensayarla en las elecciones regionales sin abandonar otras formas de resistencia? Votamos el plebiscito rodeados de muertos y con la certeza de que solo era un ejercicio democrático que el chavismo no avalaría pero que tendría peso ético, legítimo, internacional y lo tuvo. Dimos una cifra de más de 7millones de votos que ellos usaron, para su propio desenmascaramiento, como referencia superada en sus resultados del pasado domingo 30 de julio. Ahora hay mucha rabia y frustración, pero no debemos dejar que se convierta en soberbia que decida por nosotros. cualquier plan democrático-electoral para medir pueblo, a estas alturas, es un esfuerzo por no dejar que el pasado que ignoramos nos arrebate el presente, otra vez, y ese esfuerzo es necesario porque la gente asesinada también buscaba democracia, no huir de ella. De la democracia solo huyen los autoritarios.

Para deteriorar tan simétricamente un país hay que formar a la gente con miseria, algunos desertaron a tiempo de ese proyecto, otros, por el hambre, confirmaron que ningún pie les calzaba, también están quienes, aún con hambre, no pueden desprenderse de lo que como religión asumieron y, finalmente, los que bien llenos nunca desertarán porque son el dispositivo, los que capturan al otro, los que creen que no pueden ser capturados.

Cuando era el primero de la fila, un señor me decía rápidamente, antes de llegar su turno de votar, con mucha convicción, que era profesor y que todos los dirigentes de este gobierno debían pagar con cárcel en Estados Unidos porque lo peor que se les pudo ocurrir para enriquecerse fue robar y humillar al país en el que se protegían de sus crímenes (lo entendí como que a la familia no se le pega), lo decía mientras usaba su dedo índice derecho para tocarse el pecho o la camiseta timbrada con la bandera nacional. Me gustó que su discurso descartaba la venganza. La justicia del derecho positivo moderno por encima del derecho natural premoderno.

Por qué un plebiscito

Aun cuando muchos han hablado de Estado dual, puesto que dos semanas más tarde del plebiscito el gobierno llevaría a cabo su propuesta de elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente, en Venezuela no se trata, frente al gobierno de Nicolás Maduro, de un Estado paralelo, donde la democráticamente elegida Asamblea Nacional de Venezuela tenga control de recursos del Estado para ejecutar. Todo lo contrario, el Estado bajo el gobierno chavista le ha obstruido todas las posibilidades de legislación al parlamento legítimamente elegido, desde la destitución de diputados hasta un ataque directo en el Palacio Legislativo el mismo domingo dieciséis de julio del plebiscito convocado por la Asamblea Nacional como una medida de rechazo sobre el plan de instaurar una Constituyente desconociendo el proceso constitucional que lo permite. La pretensión de fundar derecho con una violencia ilegítima responde al hecho de que toda norma una vez creada no solo debe cumplirse, sino que persigue en la repetición de su cumplimiento la normalización social.

Entre todas las personas que atendí ese día, solo dos me pidieron que les explicara las preguntas del plebiscito. La primera, una señora rolliza de falda marrón por debajo de las rodillas, cabello con trenza simétrica que le llegaba a los hombros y le descubría totalmente unos ojos que me azuzaban exigiendo una respuesta rápida y sencilla. La segunda persona fue un anciano de sombrero gris y pantalón de gabardina del mismo color que hablaba con ese acento andino que demanda obediencia y ternura por la timidez con la que asumía su analfabetismo. A ambos, respectivamente, les leí el texto que daba vida a todo aquel evento nacional no sin antes explicarles las implicaciones de elegir entre las dos respuestas concretas (sí/no) que exigían las tres preguntas:

¿Rechaza y desconoce la realización de una asamblea nacional constituyente propuesta por Nicolás Maduro sin la aprobación previa del pueblo venezolano?

¿Demanda a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana obedecer y defender la Constitución del año 1999 y respaldar las decisiones de la Asamblea Nacional?

¿Aprueba que se proceda a la renovación de los Poderes Públicos de acuerdo con lo establecido en la Constitución, así como la realización de elecciones y la conformación de un nuevo gobierno de unidad nacional?

A cinco meses del protagonismo de estas preguntas que dieron como resultado casi trescientos mil votos a favor del en la ciudad de Mérida y, de casi, ocho millones en todo el país, el plebiscito en Venezuela no se limitó a un ejercicio democrático al que se resistió impunemente el gobierno chavista, sino que ofreció una sentencia de modernidad que le quita a cualquier forma de autoritarismo el monopolio de la decisión.


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