————————————–

«Mil gracias, Xenia»: Donación

«Mátala, mátala, mátala, mátala
No tiene corazón, mala mujer», con ese último coro de Jorge Maldonado se iba la canción que estimulaba el sudor que intercambiábamos bailando. Ella olía bien, era un perfume barato, regalado, me dijo. Al terminar la canción me agradeció que le aceptara la invitación a bailar, había muchos hombres, pero le gusté yo, confesó sin hacer especificaciones; ¿le gusté para bailar?, ¿le gusté para coger?, que no me diera esas aclaraciones la hacía un poco tonta. El señor de la música no era un dj, pero sabía cómo debían salir las canciones, puso otra de la Sonora Matancera y, la verdad, yo queria bailar de nuevo, pero no con ella, a pesar de que oliera bien y aparentara no ser tonta del todo, incluso, a pesar de que se atreviera a sacarme a bailar a mí. Intenté ocultarme detrás del hombre blanco obeso fingiendo leer la pantalla apagada de mi teléfono, pero ella me encontró. Era inquieta, coqueta, se reía con esos labios que parecían haber sido bonitos siempre, me hizo un gesto con el rostro para bailar mientras me tomaba del brazo con sus manos frías, le respondí con otro gesto de cansancio en la cara, pero ella tenía la tenacidad infantil que nada sabe ni quiere saber del rechazo. Acepté, resignado bailaba, resignado llevaba el compás. Teníamos dos pies izquierdos, el de ella y el mío moviéndose sin tropezarse, ella daba vueltas riéndose y yo trataba de no avergonzarme riéndome también. Me gustaba tomarla por la cintura y atraerla con fuerza hacia mi pecho al cerrar cada giro, a ella también le gustaba, pero por su risa es posible que de un modo diferente, ingenuo.

Yo quería desmenuzar sus huesos lanzándolos contra mi cuerpo. Que no me saque a bailar en la próxima canción que le guste, pensé al despedirme en la pista, que me saque de aquí para estallar en ella, en la oscuridad, donde pueda tocarla sin verla. Pero solo podía verla de lejos y detallarla, me repugnaba. La melodía se habia suspendido, el señor de la música hablaba de la próxima canción, de lo importante que era para él, a nadie le importaba, él lo sabía y ella se acercaba, ¿por qué lo hacía?, no estaba sonando nada, quería sonreírle a lo lejos, mostrarle la palma de la mano en el aire, decir adiós, dar la vuelta e irme. Pero sonreí, le mostré la palma de la mano, le dije «hola» y la esperé. Ya debo irme, dijo, y al final de sus palabras mi boca desprendió un suspiro de alivio que disimulé con agotamiento, calor, sueño. Se acercó aún más para despedirse con el habitual abrazo y beso de mejilla que ella desvió hacia mis labios. Antes de que pudiera transmitirme su aliento a caramelo de piña, la empujé. Trastabilló, dio dos traspiés hacia atrás, en ese momento el señor de la musica hacía sonar Protesto de Daniel Santos que la gente celebraba de pie antes de bailarla mientras ella luchaba por su equilibrio, ganó. Quieta y erguida, a unos pocos metros de distancia frente a mí, me miró, no dijo nada. Hablaba mucho, hablaba tanto y no dijo nada. Solo me miró desorientada, como si repentinamente experimentara los primeros síntomas de una abstinencia, como si para ella fuera normal ser como era, como si para ella fuera legal besar un desconocido.


Deja un comentario