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A María Isabel Cordero

 

Un cuerpo muerto no siempre es un cadáver. En el Centro de Recreación del Dolor recibimos cuerpos empapados de lágrimas y ropa desgarrada aunque su muerte haya sido un infarto coronario o la explosión de un aneurisma. Estos cuerpos son los que llamamos “difuntos”. Han tenido quién les grite en la cara por qué han muerto, pues no debieron hacerlo, muy egoístas de su parte irse como si el día anterior hubiesen fingido tanta vitalidad. Al principio solo recibíamos difuntos de muerte natural para evitar posibles venganzas en el Centro entre familiares, pero no era mucho el trabajo que teníamos así que, permitimos que los familiares mintieran e ingresaran los cuerpos muertos ocultando las cuchilladas y los agujeros de las balas bajo la ropa, cabello o bandanas. De estos muertos nos encargamos poco, solo algunas atenciones en el maquillaje y en el ambiente cuando fallan los aires acondicionados de las salas de recreación. En estos últimos casos, procedemos a acelerar el dolor de los familiares porque los cuerpos, próximos a descomponerse, deben ser rápidamente sepultados. Cada una de las salas está provista de cornetas por donde les anunciamos lo que deben hacer para recrear el dolor. En casos de rápida descomposición de la carne, les anunciamos que deben saltar los pasos recreativos que restan para ejecutar el último siempre obligatorio, sin este paso, el cuerpo no puede ser enterrado. Se trata de la lectura de un cuento en voz alta de manera grupal entre los familiares, cada uno tiene un fragmento del mismo. Implementamos este último e ineludible paso en el Centro de Recreación del Dolor al notar que los familiares se sentían insatisfechos con las oraciones religiosas, pues estas les acentuaban el dolor por la forma impersonal y generalizada en que estas frases se repetían en cada difunto. Para llenar el vacío, los familiares sentían la necesidad de quedarse con una parte del cuerpo muerto. Después de rezar, muchos se acercaban a la oficina a pedir una mano, un dedo, una oreja, siempre fragmentos pequeños fáciles de guardar para llevar consigo, hubo el caso de un par de nietos que se pelearon los dientes de oro del abuelo. A la mayoría de los difuntos les abundaba la familia y casi siempre terminábamos sepultando un mechón de pelo, o los genitales, cuando no aparecían los amantes clandestinos pidiendo lo que por derecho natural les correspondía. Pero fue hasta que el sacerdote del Centro de Recreación del Dolor que oficia la sepultura se opuso acérrimamente a este procedimiento que decidimos enterrar los cuerpos completos y llenar el vacío con relatos. Al principio, pensamos en tener una base de datos con relatos donde cada familiar pudiera escoger entre autores como Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, E.T.A. Hoffman y César Aira, pero desistimos porque rápidamente los relatos perderían la exclusividad para el difunto a medida que otros escogieran los mismos títulos, por lo que en un mismo día podían coincidir varios cuentos en el Centro de Recreación del Dolor.
Contratamos una escritora. Amalia Beatriz, estudiante del séptimo semestre de farmacia que mantenía un blog sobre sus rupturas amorosas. Nos fue muy útil para preparar el formol/éter que mantuviera a los muertos bien muertos, sin perder su rigor mortis para el último paso en la recreación del dolor. Al ingresar un difunto ella entrevistaba los familiares y recogía datos sobre él, registraba en una breve ficción familiares, amigos, mascotas e incluso algunos enemigos logrando un sentido épico de la historia donde el difunto era héroe. Aunque la paga era muy buena, no solo en el sueldo sino en las propinas que dejaban los familiares de los difuntos, Amalia se sentía un poco reprimida. Había podido pagar el semestre de la universidad y comprar libros para su carrera, pero había descuidado su blog. Allí escribía sin que otros le dieran instrucciones para sus personajes.
Decidimos darle un espacio para que explotara sus ambiciones de escritura en el Centro de Recreación del Dolor. Amalia ya no se limitaría a los relatos de los difuntos, ahora se encargaría de darle una historia a los cadáveres. Estos eran los cuerpos muertos que rescatábamos en las calles, en los ríos o en la morgue del hospital sin ningún pariente que le empapara el cuerpo de lágrimas. La mayoría eran cuerpos jóvenes, la gente suponía lo que eran por los lugares donde los hallábamos. Por ejemplo, de la adolescente pelirroja que encontramos amoratada y semidesnuda en la calle de los burdeles verdes, supimos, por boca de los vecinos, que “se dejaba violar para forjar el carácter”; después del prostíbulo, la celda en el comando de la policía era su segundo domicilio, al final, el Estado no desampara a sus ciudadanos. También hallábamos ancianos y, curiosamente, muy pocos indigentes, estos últimos se protegían en su fraternidad callejera. A los ancianos los buscábamos en los geriátricos de donde muchas veces nos llamaban para que nos los lleváramos vivos. Un par de veces nos los entregaron sedados, al despertar fueron devueltos. Solo recibíamos difuntos y cadáveres.
A Amalia le iba bien con los cadáveres. Las salas donde estos estaban eran visitadas por los parientes de los difuntos. En una sala cabían tres urnas y en la parte inferior de las mismas se hallaban sus relatos. Eran salas sin llantos, el único ruido que las invadía eran los pasos de los curiosos. En el Centro de Recreación del Dolor los familiares de los difuntos podían entrar a estas salas a distraer sus lágrimas en otros muertos.
Las salas colectivas de los cadáveres se hicieron famosas. Se comentaban en las calles los relatos de estos héroes de Amalia y cada vez más gente quería acercarse a ver los rostros que protagonizaban esas historias. La afluencia de personas colapsaba con nuestro horario, por lo que ampliamos la recepción del público cuatro horas más hasta las nueve de la noche. Recibimos más donativos de lo habitual para los cadáveres y algunas personas leían los relatos en voz alta para aquellos que, por la muchedumbre, no podían acercarse a las urnas. A la hora de cerrar, algunos insistían en quedarse y no fueron pocos los sollozos que tímidamente se escucharon frente a los ataúdes.
La noche antes de irnos de vacaciones, pues estábamos exhaustos y las funerarias con servicios velatorios se quejaban de que los dejábamos sin clientes, Amalia leyó un relato sobre uno de los nuevos cadáveres, de esos de los que nunca nadie podía darnos un nombre o un apodo. Lo encontramos semidesnudo en la acera de una avenida muy concurrida con una raja húmeda en el cuello. Según el comerciante que nos llamó, lo había visto deambular por las calles desde hacía un par de semanas. Hablaba solo, no estaba mal vestido y era un poco violento cuando lo corrían de las entradas de los negocios o restaurantes. Nadie sabía cómo llamarlo, pero en su relato Amalia lo nombró “Efraín”, líder de una comunidad próspera que se alimentaba de las tierras que él defendía de las bestias que llegaban de la ciudad a robar. Atenta, la gente escuchaba a Amalia para pensar un muerto que no le pertenecía. Fue por esto que a Efraín también le dimos un apellido, coincidimos en que se lo merecía; un muerto que nos hacía pensar. En unas pocas horas había dejado de ser cadáver y pasó a ser Efraín Guerrero. Fue registrado y sepultado como difunto y parte de la familia del Centro de Recreación del Dolor.


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